
06 Dic (Micro)Relato XXIX: Agua
Lleva horas caminando. Lo que empezó como un simple trayecto entre dos ciudades a los mandos de su avioneta se ha convertido en un viaje por el infierno. Un fallo mecánico hizo que tuviera que realizar un aterrizaje de emergencia en medio del desierto, incrustándose contra las dunas, partiendo la aeronave en dos y destrozando el sistema de emergencias. Salvó la vida de milagro, todavía no sabe bien cómo, y casi desea no haberlo hecho.
Estaba solo, rodeado de arena, acompañado del sol ardiente en el cielo. Trabajó sin descanso para arreglar las comunicaciones, para acabar golpeándose con la realidad de lo imposible. Nadie acudiría en su rescate. Se resguardó en los restos que aún se mantenían en pie, a salvo del calor del día y del frío de la noche. Pensó que, quizá, el problema solo estaba en su lado, y que su accidente había quedado registrado y ya lo estaban buscando.
Al final del segundo día llegó a la conclusión de que nadie más que él mismo podría salvarle.
Al tercer día decidió pertrecharse con lo necesario, comida y agua, abandonando todo lo demás con el cadáver de su avioneta, y empezó a andar en dirección este, la que seguía su viaje, la posibilidad más próxima de encontrar civilización.
Caminó sin descanso hora tras hora, sus pies hundiéndose en la arena, sintiéndolos a cada paso más pesados. Racionó sus víveres todo lo que pudo, pero él sol pudo más que él y le obligó a consumirlos más rápido de lo indicado. Caminó bajo el sol y bajo la luna, perdiendo la noción del tiempo, perdiendo las fuerzas poco a poco, o tal vez demasiado deprisa. Caminó hasta notar la boca seca, los labios agrietados, la garganta rasposa, incapaz incluso de tragar la poca saliva que generaba. Deseó encontrar un espejismo que relajara su mente del inevitable final, pero lo que halló fue muy diferente.
De noche, una luz lo llamó. Una luz imposible, una invención de su cerebro en proceso de alucinación. Una luz que, a pesar de todo, percibió con todo su calor y fulgor. Y ahora que está frente a su origen, duda del funcionamiento de su cabeza. Pero no por crear imágenes para engañarlo, sino por no creerse que el tacto de sus dedos sobre el metal es real.
Una estación surtidora de agua es imposible que exista en medio del desierto, bien lo sabe. No tiene sentido, no tiene razón de ser. Pero su alternativa a creerse lo inverosímil es sentarse en el suelo a esperar el amargo final de la vida. Y la vida parece no estar por la labor de permitirle que se termine.
Así que pulsa los botones, porque no tiene nada más que perder. Los pulsa con fuerza e insistencia, maldiciéndose ante la imposibilidad de recibir una botella de agua, o aunque sea un chorro que salga despedido por cualquier parte. Pero no sucede nada. La estación tiene un mensaje bastante explicativo para él: introduzca una moneda. Se palpa los bolsillos vacíos.
Mierda.
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