Cristian C. Bellot | El hombre de las mil identidades. Capítulo 3
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El hombre de las mil identidades. Capítulo 3

3

Centro de atención

Siente la luz matinal calentando su rostro, la brisa que sube desde el mar refrescando su cuerpo. Oye el murmullo habitual de la ciudad, las conversaciones calentando motores, todavía poco lúcidas. Nota un golpe en el hombro, como un aviso y una molestia. Nota un segundo en el hombro contrario, este como una protesta. Percibe un rostro que lo observa con desagrado, ira casi, la cabeza girada hacia atrás mientras sus pasos lo alejan. Es un rostro que no dispone de tiempo suficiente para malgastarlo con él. Otro lo mira con extrañeza, cerca de la pena, de la compasión incluso. Este rostro tampoco tiene tiempo para él pero disimula un interés por tenerlo. Otros ojos se clavan en su persona, los que hacen el esfuerzo de levantar la mirada del suelo o de la pantalla que los absorbe. No entiende por qué es el centro de atención.

Alguien le golpea por detrás, un empujón generado por no haber levantado la mirada, un encontronazo evitable. Le insulta sin razón por estar en medio, como si hubiera un carril con su nombre que no ha respetado. Ve algo que le hace tragarse sus palabras y pedir perdón. Él sigue sin entender lo que sucede pero no le da tiempo a preguntar. Se queda solo, sin moverse, con nuevas miradas lejanas centradas en él, comentando algunas lo que captan.

Un bocinazo le provoca un sobresalto. Después otro lo abronca. Más insultos escapan del interior de coches con conductores cabreados, con poca paciencia o demasiado cansados para soportarlo. Ahora es él el que mira los otros rostros con extrañeza. Las bocinas continúan emitiendo sus sonidos estridentes, las manos pulsándolas con ansia, las caras encendiéndose en un tono colorado. La matrícula del coche más cercano se aproxima a sus piernas para que sus rodillas puedan leerla. Al fin deja de observarlos para fijarse en el resto del mundo. Comprende el enfado que este siente hacia él.

Apremia a sus piernas para que lo saquen de ahí, para que lo lleven de vuelta a un lugar seguro en el que no lo amenacen con un atropello. Cada una de sus pisadas sobre el paso de peatones siente la furia al volante. Cambia la carretera por el pavimento en baldosas de la acera. Percibe las personas que se preocupan por él pero no se atreven a decir nada. No quieren arriesgarse a que el extraño desconocido sea en realidad un degenerado o un demente. Prefieren quedarse con las buenas sensaciones del pensamiento altruista, hay menos peligro de que reciban de él una respuesta negativa. También percibe a los que no quieren ni que se les acerque.

Se aparta de ellos, se aleja hacia un banco. No se sienta, decide quedarse de pie justo al lado, lo que le hace parecer más extraño y desorientado. Mira alrededor, al cielo que despierta. Se pregunta dónde está aunque es obvio que es la amplia avenida Diagonal; no hay forma de confundirla ni aunque no seas de Barcelona. Más bien se cuestiona cómo ha llegado hasta aquí si lo último que recuerda es que… Lo último que recuerda es… Se frota las sienes con los dedos, intenta activar el cerebro para que se comporte como es debido. Se da cuenta entonces de que le duele la cabeza. No es muy persistente, es un dolor suave, apagado, pero está ahí, en el fondo, escondido, apretando desde las sombras. Es también un dolor conocido, uno que le trae recuerdos, no tan agradables como le gustaría. Un dolor que le da la respuesta.

Ha pasado otra vez, se dice.

Porque lo último que recuerda es meterse en la cama y dormir. Lo último que recuerda es apagar la luz de su habitación, cubrirse con las sábanas y cerrar los ojos. No recuerda haberlos abierto. Sabe que no ha ocurrido ahora, mientras estaba en medio de la calle; sus ojos no se hallan en el estado del que acaba de despertarse, no les molesta la luz ni les cuesta mantener los párpados separados. Sus ojos llevan un buen rato despiertos y abiertos; su cerebro consciente es el que se mantenía dormido.

Sonambulismo es como se llama su condición. El problema es que no se comporta como el sonámbulo normal. A un sonámbulo lo confundes con una persona despierta desde la lejanía, pero en cuanto te acercas percibes que sigue en el mundo de los sueños. Según le contaron en otra ocasión, él parece una persona totalmente funcional al que le importa muy poco lo que le rodea. Si fuera normal, su comportamiento se guiaría por un patrón, sus actos serían similares noche tras noche. Pero no lo son. De hecho, hacía casi un mes que no le sucedía.

En la última ocasión despertó en la playa, mojado aunque no por haberse dado un baño helado; partes de su cuerpo estaban secas. Recuerda que aquel día acabó con la camiseta rota, desgarrada en un brazo y en el bajo. Recuerda también que en un brazo tenía marcas de arañazos mientras que en el otro surgieron durante las horas siguientes varios cardenales. No quiso darle mucha importancia, no quiso descubrir lo que había hecho durante su periodo ausente. Decidió que era mejor olvidar lo que no recordaba. Tuvo miedo de descubrir la verdad, tuvo miedo de seguir las pistas que encontró en su propio cuerpo. Tuvo miedo de entender por qué cada vez que despertaba se sentía exhausto o parecía haber participado en una pelea. Tuvo miedo de comprender por qué llevaba consigo aquel objeto.

Es el mismo miedo que siente ahora. El mismo que le impide mirarse las manos, amplificado por el cambio de expresión que le ha provocado a ese hombre antes. Pero en algún momento debe hacerlo, debe llenarse de la valentía necesaria. Ahora que ya no está en el camino de nadie piensa que parece un buen momento. Es temprano, nadie más se fijará en él.

Las manos le tiemblan cuando sitúa las palmas hacia arriba. Sus ojos luchan contra sus intenciones. Pero acababan cediendo. Y se arrepienten al instante. Porque odian la sangre que ven manchando sus dedos, la que se reseca bajo las uñas, la que espolvorea sobre todo el resto de la mano izquierda. Odia lo que implica aun sin entenderlo del todo.

El tembleque se descontrola, la respiración se acelera, el corazón late como si fuera a explotar. Necesita hacer algo para calmarse y solo se le ocurre ocultarlas en los bolsillos del pantalón. Lo hace olvidándose por un instante del objeto que encontró en sus anteriores desconexiones del mundo. Confía en encontrar los bolsillos vacíos, lo espera; más bien lo desea. Pero sabe que no es así incluso antes de comprobarlo, porque nota su peso. Su mano izquierda lo palpa enseguida. Siente el frío metal, la parte lisa, la parte rugosa, la parte afilada. Siente cada milímetro del bisturí.

No lo saca del bolsillo, no quiere verlo. Quiere que desaparezca. No va a desaparecer. Lo atrapa en su mano con fuerza, como si pudiera aplastarlo y desintegrarlo, pero lo único que consigue es cortarse. Tiene que afrontar la realidad.

Permanece en el sitio hasta que siente todas las miradas puestas en él. Ninguna es real, es todo producto de su imaginación, que lo acusa de lo que desconoce haber hecho. Cuando no lo puede soportar más, se encamina de vuelta a casa.

Si el bisturí no va a desaparecer, lo mejor es que desaparezca él.

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