Cristian C. Bellot | El hombre de las mil identidades. Capítulo 2
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El hombre de las mil identidades. Capítulo 2

2

Inusual

Se termina el café todavía dentro del coche. Se lo ha bebido demasiado rápido, se ha quemado la lengua y sabe que después pagará el precio de su insensatez. Siempre le sienta mal cuando se lo toma deprisa pero no puede evitarlo: necesita su chute de cafeína para poder afrontar el largo día. Es temprano, muy temprano, demasiado, la ciudad aún está bostezando y quitándose las legañas, y él no está acostumbrado a trabajar tan temprano, sino a tomarse las cosas con calma.

Es detective de homicidios de la policía, sus clientes están igual a las once que a las siete de la mañana; el muerto no se va a molestar si llega más tarde. Se reprende a sí mismo por tan poco considerado pensamiento. Al muerto no le importa la hora pero no tiene la culpa de nada, seguro que preferiría estar vivo. Y supone que antes de morir no pensó en aguantar unos minutos más para que el pobre detective retrasara el despertador del domingo cinco minutos más, estaba demasiado ocupado intentando sobrevivir.

Aunque una cosa no quita la otra: es temprano, no está en sus mejores condiciones, no sabe si el cerebro le permitirá pensar con claridad, pero tiene un trabajo que hacer. Y desearía que se lo hubieran endilgado a otro.

Por este pensamiento no se reprende, es la verdad. No tiene nada que ver con una mala ética de trabajo o un agotamiento por hacer siempre lo mismo. De hecho, le gusta su trabajo, lo disfruta, cree, además, que es bueno, y si su jefe le ha asignado este caso, será porque él también cree que es bueno en lo que hace. Es tan simple como que no le gusta lo que ve, no le gusta lo poco que le han contado. Es un caso que va a copar portadas de periódicos e informativos, que va a atraer demasiada atención durante demasiado tiempo. El típico caso que comentan en todos los matinales de televisión, desayunando el morbo del asesinato sin resolver. Demasiado público, demasiada gente opinando y pendiente de lo que descubra o deje de descubrir.

Antes de llegar al lugar del crimen tenía la esperanza de no tener que lidiar con la prensa. Temprano y domingo son dos factores muy importantes. Pero el día y la hora son irrelevantes. La prensa se entera de todo, no sabe cómo, y la prensa siempre está, sea donde sea y a la hora que sea. Por supuesto, ahí también está, todavía desconociendo que quien está dentro del vehículo que ha aparcado en las cercanías es el detective que debe regalarles todos los detalles morbosos y macabros. Y encima se lo tiene que comer todo en solitario mientras no llegue su compañera.

Resopla, se golpea en las mejillas con las palmas de las manos, pega un último vistazo a su reflejo en el espejo retrovisor. Su rostro muestra el sueño que ha perdido y tardará en recuperar; su barba de tres días muestra lo poco activo que pretendía estar durante el fin de semana; su aliento es mejorable. Es lo que hay, se dice, o más bien se convence. No tiene una audiencia con el presidente, va a visitar a un par de muertos; su aspecto hoy es lo de menos. Pero un caramelo de menta de los que guarda en la guantera no le hará daño.

Abre la puerta. Respira el aire lleno de contaminación de Barcelona. Por la mañana, a primera hora, antes de que aparezca la marabunta de coches, es algo más agradable, pero aun así percibe los aromas de los tubos de escape en el ambiente. Deja la chaqueta de su traje sin corbata dentro del coche, hace calor y no le apetece empezar a sudar desde bien empezado el día. Se cerciora de llevar todo lo necesario: su placa, su arma, su mente atenta.

Se acerca al cordón que han creado sus compañeros, a las cámaras, a los micrófonos, a los ansiosos periodistas. Enseguida lo rodean. No ha hecho ruido, no ha llamado la atención de ninguna manera, pero hay algo en él que les indica quién es. Le plantan los micrófonos delante de la boca, las cámaras lo atrapan en sus lentes, cada detalle de su rostro, hasta la última imperfección. Sabe que no tiene el mejor aspecto pero se pregunta cómo se verá a través de la pantalla, si transmitirá una imagen de profesionalidad o la gente perderá toda la esperanza de que se resuelva el asesinato al verle. No es algo que pueda controlar por lo que se olvida rápido del tema. Siempre puede pedir que emborronen su rostro, que oculten su identidad, pero no ve qué saldría ganando con ello; no espera hacerse famoso.

Le lanzan las preguntas más típicas, la originalidad no tiene cabida en esta mañana. Qué saben del asesinato, si tienen algún sospechoso, si es un caso aislado, si el asesino es hombre o mujer, si a sus vecinos les parecía buena persona porque siempre saludaba… Él quiere responderles algo del estilo «¿cómo quieren que lo sepa, con una bola de cristal?». O puede que un simple «acabo de llegar, tendré que visitar primero al muerto». La tentación es muy grande, vaya si lo es. Lástima que deba limitarse a las clásicas respuestas vacías de contenido.

Avanza abriendo espacio con su propio cuerpo, sin llegar a detenerse. Si hay algo que ha aprendido a lo largo de los años es a no pararse. Porque si lo haces, te complicas la escapatoria. Si lo haces tienes que darles algo. Un caramelito que les dé sabor a sus paladares para que bajen la guardia el tiempo justo para hallar la vía de escape. Lo mejor es mover las piernas, una detrás de otra, con decisión, hasta llegar al cordón de dos colores. Hasta que un agente uniformado lo levante para que pases mientras con la otra mano frena a los entusiastas que no entienden de límites o esperan un trato preferente. Él no se siente relajado hasta que deja atrás su griterío de preguntas que aún no tienen respuesta.

Avanza por la calle donde ha tenido lugar el suceso, un eufemismo para decir «donde se han cargado a un pobre desgraciado». Esto es mejor que no lo diga en voz alta, no sería muy bien recibido si llegara a los oídos equivocados. Mira hacia arriba, en busca de mirones en balcones o ventanas. Siempre los hay, no son difíciles de cazar; lo difícil es descifrar quién puede tener información valiosa y no simples conjeturas o un «oí un ruido pero supuse que era un gato». Ve delante a compañeros de la policía científica con sus trajes blancos, a agentes de calle que no están haciendo gran cosa ahora que ya se ha limpiado la escena, al médico forense tomando algunas notas junto a dos cadáveres cubiertos con mantas térmicas, lo más discreto para indicar a gritos que aquí la ha palmado alguien. Se dirige directo hacia este último.

—Morales, ¿qué tenemos? —le pregunta, obviando saludos de cortesía innecesarios en una situación como esta.

—Joe —dice el hombre antes de pasar a su explicación. Su voz no le puede gustar menos, es demasiado nasal y con una especie de desgarro que habrá adquirido al conversar con gente sin vida; suerte que eligió la profesión de forense, piensa, no se habría ganado la vida cantando, o en la radio, o dando conferencias, o en cualquier oficio en el que tuviera que hablar mucho.

Le llama Joe porque es como le llaman todos. No es su nombre real, por supuesto, duda que ningún barcelonés se llame así, pero se le ha quedado unido a su ser para siempre. La explicación es muy sencilla: su madre es canadiense, lo que repercute en su segundo apellido, y este en su nombre de pila. Esta parte suya de americanidad propicia que otros se crean muy modernos al llamarle por su nombre en inglés. Parece que les suene mejor que José, aunque a él le suena todo igual. Por eso no le importa; incluso le hace destacar, diferenciarse del resto. El problema viene cuando lo juntan con su primer apellido, y es que Joe Ramírez le parece más bien el nombre de un narcotraficante de Miami, no el de un detective de policía serio de Barcelona.

—Dos víctimas mortales, una tercera en el hospital —empieza su explicación Morales; el dato es de lo poco que conoce Joe, y tampoco es parte de su trabajo, sino relatarle lo que ha descubierto, pero prefiere no interrumpirlo, es su momento de gloria. Señala a uno de los dos cuerpos en el suelo y luego aparta la manta para mostrarle lo que va explicando—. El primero en morir, a juzgar por la posición de los cuerpos, es un hombre de unos treinta años, metro setenta, muy desmejorado, lo que se explica por su adicción a las drogas; presenta marcas de jeringuillas en ambos brazos. El asesino le apuñaló al menos en diez ocasiones en el costado y dos en el cuello con un objeto punzante pequeño. Lo sabré con mayor seguridad cuando analice las heridas pero todo apunta a que empleó para ello un bisturí o un objeto de tamaño similar, sobre todo si observamos a las otras víctimas. —Le muestra una bolsa sellada con un objeto en su interior: una navaja—. Los primeros agentes en llegar encontraron esta navaja junto al cadáver, pero no coincide en tamaño ni forma con las heridas, además de que tiene manchas de sangre por toda la empuñadora. Es probable que perteneciera a nuestra primera víctima. —Vuelve a cubrirlo por completo con la manta y centra su atención en el otro cuerpo. Resopla antes de continuar pero en esta ocasión no levanta la manta para que Joe lo vea.

»El segundo desafortunado es el peor parado. —Curiosa elección de palabras, piensa Joe, no sabía que hubiera muertos más afortunados—. Hombre de edad indeterminada, metro ochenta de estatura, constitución fuerte, vestía ropa de marca. Presenta heridas similares tanto en el cuerpo como en el cuello. Y, bueno…, ¿te lo han contado?

—¿Contarme el qué? Solo me han dicho que era bastante inusual y desagradable.

—Esa es una forma de definirlo.

Morales levanta un poco la manta térmica, lo justo para que solo Joe vea el rostro de la segunda víctima, o más bien la ausencia de rostro: le han arrancado la cara. Traga saliva y contiene las arcadas. Por una vez agradece que sea tan temprano; no ha desayunado, no tiene nada que expulsar por la boca salvo el café. Pero le cuesta conservarlo dentro, lo siente burbujeando en su garganta. Nadie se lo echaría en cara si lo hiciera, por muy poco profesional que sea, nadie está preparado para tal visión, y sería la primera vez que le ocurriera, pero el hombre no tiene cara, no hace falta que él le eche encima la papilla. Esto no hace sino reafirmarle en su desagrado del caso.

¿Qué clase de persona es capaz de hacer algo así? ¿Cómo de degenerada tiene que estar su mente? ¿La cara es un trofeo, es parte de un ritual, o es solo el resultado de las acciones incontrolables de un loco?

—¿Sabes si la tercera víctima, la chica que está en el hospital, presenta las mismas heridas? —pregunta Joe con la vista en el charco de sangre que supone de ella, posponiendo todas las preguntas que le vienen a la cabeza sobre lo que acaba de ver.

—A la chica le han rajado el cuello, según me han informado —responde Morales, descartando la eliminación de la cara—. Es un milagro que siga viva. Y hay otra cosa que debes saber: ninguno tenía documentos de identificación encima y a todos, incluida la chica, les han cortado las yemas de los dedos de las manos.

—¿Se las han cortado? —Joe no se cree lo que está oyendo. Cada vez le gusta menos el caso y cada vez desea más y más que le hubiera caído a otro—. No tenemos forma de identificarlos por ahora —afirma después, más que pregunta.

—Así es.

Una agente de uniforme se acerca a ellos. Lo hace con cierta timidez, como pidiendo permiso. Joe realiza un ligero gesto de cabeza para aceptar su intromisión. Es la agente Eva Crespo, la única pelirroja que conoce en el cuerpo de policía. Es joven, aún le queda mucho por aprender, pero muestra la iniciativa y el esfuerzo necesarios para llegar lejos; solo le falta relajarse un poco para que no parezca que está siempre en tensión. Joe está convencido de que le espera un buen futuro si no se desvía del camino pero no se lo dirá; sabe que un cumplido en mal momento puede hacer tanto o más daño que una crítica negativa. Lleva un bloc de notas en una mano y un bolígrafo en la otra.

—Agente Crespo —le saluda Joe. Luego señala a un par de chicas sentadas en el bordillo de la acera a unos metros de su posición. Visten ropa de fiesta un tanto sugerente y demasiado brillante, llevan los zapatos de tacón en la mano y se les ha corrido el maquillaje de la cara hasta formar una máscara de agotamiento. Necesitan una cama, una buena ducha y algo que les ayude con la resaca y con el mal recuerdo que les quedará de esta noche.

—Son las personas que los encontraron y llamaron a emergencias.

—¿A qué hora fue eso?

La agente Crespo comprueba sus notas antes de responder.

—Unos minutos después de las cinco.

—Si la chica seguía viva, quiere decir que el suceso había tenido lugar poco antes. ¿Tienen alguna información de interés que aportar? —Es la pregunta de rigor que le toca hacer, aunque Joe está convencido de que no vieron nada.

—Cuando llegaron ya había sucedido todo —le confirma Crespo—, y dicen que no se cruzaron con nadie sospechoso.

—¿Cámaras?

—En esta zona no hay cámaras de tráfico. Estamos intentando contactar con el dueño de la joyería que hay un poco más abajo.

—¿Testigos?

—Ninguno, todavía. Aún estamos preguntando a los vecinos.

Joe se levanta y se estira. No era consciente del tiempo que llevaba de cuclillas observando una manta térmica brillante. Ahora siente los músculos de las piernas en tensión, en muy mal momento, ya que su cuerpo todavía no se ha despertado del todo y cualquier esfuerzo importante requiere mucha más energía de él. Lo disimula como puede, se supone que debe mantenerse en forma para dar ejemplo.

—A ver si lo entiendo —dice, reconstruyendo en su mente lo sucedido—. Este tipo, el drogadicto, tenía una navaja. Podemos suponer que asaltó a los otros dos para robarles, nada que no hayamos visto antes un millón de veces. Pero no les hirió; siempre que tus observaciones sean ciertas, claro. —Morales asiente— No lo pudo hacer porque una cuarta persona se lo impidió: nuestro asesino. Esa persona mata primero al drogadicto y luego ataca a la pareja. ¿Por qué? ¿Iba solo, o con alguno de ellos y se volvió en su contra? ¿Conocía a alguno? ¿Es una venganza personal contra el de la cara que se le ha ido de las manos? —se pregunta a sí mismo en voz alta—. Después de atacar al drogadicto, mientras la chica se desangra, le arranca la cara al hombre, cortándola con un bisturí, y para terminar, les corta a todos los dedos para eliminar las huellas dactilares. Todo esto sucede un domingo alrededor de las cinco de la mañana en el barrio de Gracia, después de una noche de fiesta, y ¿me estáis diciendo que no hay un solo testigo? ¿Que nadie oyó ni vio nada?

Ambos asienten. Es tan surrealista que le parece una broma de mal gusto. Podría esperarse un robo que se tuerce y acaba en desgracia, una víctima que intenta defenderse y acaba mal parada con una navaja introduciéndose en su cuerpo. Podría imaginarse cientos de situaciones posibles. Pero en todas y cada una visualiza gritos de alguna de las víctimas. Visualiza ruido que a cualquiera que estuviera en las cercanías le sonaría extraño y quizá hasta peligroso, los visualiza observando la calle. Le cuesta creer que nadie tuviera la curiosidad suficiente para investigarlo.

—¿Hay algo que nos pueda indicar por qué le arrancó la cara? —pregunta a quien sea capaz de responderle con alguna teoría válida.

—No hemos encontrado nada —responde Morales—. Además, con toda la sangre será difícil encontrar muestras de ADN o huellas del asesino.

Joe levanta la vista al cielo. Respira fuerte por la nariz, mostrando la irritación que empieza a crecer en su interior. Debería estar entusiasmado con el reto que tiene por delante, deseoso de empezar a resolverlo pista a pista. Debería, lo sabe, muchos pagarían por un caso así en sus carreras que les otorgara notoriedad dentro del cuerpo. Él, sin embargo, no lo necesita. Está donde quiere estar y tiene el respeto que quería tener; ya ha cumplido con sus objetivos. Esto solo le traerá dolores de cabeza y empieza a tener una edad en la que no son bienvenidos.

Capta entonces por el rabillo del ojo el movimiento de una cortina en una ventana del edificio más cercano. Es el que peor estado presenta de toda la calle con diferencia, pero el que mejor ha presenciado los asesinatos. Sonríe. Las ventanas siempre tienen ojos. Solo hay que saber a cuál mirar.

—¿Vive alguien en este edificio?

—En teoría, sí, aunque hay una orden de desalojo pendiente. Nadie nos ha abierto la puerta, no somos muy bien recibidos; si hay alguien, fingen que no están —responde Crespo tras otra mirada a su bloc de notas.

—Habrá que insistir.

CAPÍTULO 3

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