
01 Ago El hombre de las mil identidades. Capítulo 1
1
Callejones
No te metas en callejones oscuros por la noche. Lleva toda la vida oyéndolo de boca de su madre, entre muchos otros consejos. Se lo decía cuando era una niña, avisándole con antelación de lo que podría encontrarse; luego siguió en la adolescencia, cuando le era más difícil retenerla en casa; y no ha dejado de hacerlo ahora que tienen la distancia de por medio. En Barcelona no hay callejones, ella le repite siempre a una madre a la que le cuesta entender las diferencias básicas entre una gran urbe y el pequeño pueblo de Asturias en el que vive. Pero seguro que hay calles por las que no pasa nadie, responde la madre de forma habitual, sin abandonar nunca la preocupación por su hija. Y razón no le falta. Puede que no conozca todavía calles en la ciudad que merezcan recibir el calificativo de callejón, pero es cierto que hay vías muy poco transitadas a altas horas de la noche por las que en condiciones normales se lo pensaría dos veces antes de adentrarse.
Hoy, sin embargo, está cumpliendo el segundo mantra de los consejos de seguridad maternales: nunca vayas sola. Es una pena, se dice, que en el mundo actual una madre tenga miedo de que su hija de veinticinco años camine sola por la calle, que no se fíe de lo que le pueda suceder lejos de la protección de la multitud. Un temor que es, además, del todo comprensible, viendo la colección de noticias que van apareciendo cada pocos días en los informativos. Por lo que está convencida de que aprobaría su decisión de dejar que la acompañen a casa. Bueno, en parte. Quizá no aprobaría que su acompañante sea un hombre que acaba de conocer un par de horas antes y del cual no recuerda ni su nombre. Nunca te vayas con desconocidos, les dicen a los niños, y le dijo también su madre, pero ella no es una niña, ni tampoco es propio de una niña lo que tiene pensado hacer con este hombre.
Los que sí que no son propios de ella son estos encuentros de una noche. Puede que en la ciudad sean habituales, piensa, sin duda el ambiente es distinto a lo que ella conocía antes de mudarse, mucho más libre en el trato con desconocidos, un ambiente al que le costó acostumbrarse con su mentalidad de lugar pequeño, pero nunca creyó que ella también se dejaría llevar por los instintos carnales más primarios. Aunque no puede evitarlo, no cuando siente los músculos del brazo de su acompañante ni cuando le sonríe con una mirada pícara. Es humana y es mujer: no va a pedir perdón por disfrutar de vez en cuando de su condición.
Ni siquiera le importa la obvia diferencia de edad. Al hombre lo sitúa cerca de los cuarenta, pudiendo incluso tener algunos años más, entendiendo que la nocturnidad no es el mejor momento para datar a una persona y que bien podría teñirse las canas. Casi mejor, prefiere a un hombre experimentado que sepa lo que se hace antes que a un joven imberbe que solo piense en su placer personal y en contárselo a sus colegas al día siguiente. Un hombre como su acompañante, al que se imagina durante el día con traje y corbata de miles de euros acudiendo a reuniones en su coche de alta gama, le va a ofrecer todo lo que no sabía que quería. Lo que más le interesa a su madre, la protección durante el camino a casa, o como sea que deba llamar al piso que comparte con otras dos chicas, es un extra bienvenido aunque cree que innecesario.
Pero se equivoca. No en la parte de que no sea necesario, que también, sino en la protección que le ofrece su sola presencia. De nada sirve que sea un hombre fuerte y de buen tamaño cuya asiduidad al gimnasio es patente. La persona que les sigue desde hace un rato por las calles vacías de Barcelona solo los ve como un botín sencillo de agenciarse en cuanto lleguen al lugar adecuado. No ve a un hombre fuerte y a una mujer joven, ve a un tipo con dinero y a una chica inocente que no le dará problemas salvo algún grito que no debería tener problemas en acallar.
En la ciudad puede que haya callejones, puede que no, pero su madre no se equivoca al decir que hay sitios por los que no pasa nadie, lo que significa con total seguridad que te vas a cruzar con quien no quieres cruzarte. Porque «no pasa nadie» es el equivalente a decir que la gente que sí transita la calle no alberga las mejores intenciones hacia los demás. Aunque también es cierto que, si alguien te quiere robar en plena noche, lo hará donde sea mientras no haya un agente de la ley cerca ni un grupo con ganas de fiesta.
La calle toma un giro a la izquierda, siguiendo el muro con pintadas de bajo nivel artístico del costado derecho que delimita una parcela esperando el inicio de una construcción programada para dos años antes, según el cartel que la indica. En el lado contrario, el edificio que hace esquina anda falto de residentes, a juzgar por el estado de algunos balcones o de la misma fachada; no sería extraño que estuviera en proceso de rehabilitación o derribo, esperando el inicio de las obras con la misma paciencia que la parcela sin vida.
Es solo la esquina, un tramo de poca luz en el giro de calle, el resto presenta una imagen normal, decente, pero el pequeño tramo quizá podría denominarse como callejón. Es, además, un lugar perfecto para una emboscada en grupo o un ataque individual por sorpresa. Si fuera sola ni se habría acercado, habría tomado una ruta más concurrida; si no hubiera estado embelesada con un hombre al que no volverá a ver después de esta noche, tampoco.
Pero llegan a la esquina, agarrada ella al brazo de él. No sienten el peligro, no imaginan que alguien se les acerca cada vez más, obsesionado con su único objetivo. No están preparados para reaccionar y, cuando su seguidor desconocido se les echa encima, ya es demasiado tarde.
Se enganchan a la fachada del edificio que no vive su mejor momento, primero por la sorpresa del inesperado encuentro y luego cuando ven de cerca la punta de la navaja en su mano. El hombre tras la navaja dice algo, murmura con rapidez e impaciencia. Ella no lo entiende. No puede al tener toda su concentración puesta en el filo de metal reflejando la débil luz de una farola lejana. Se imagina que quiere su dinero, su cartera, su móvil, su reloj o su número de teléfono. Seguro que no es lo último pero no puede pensar con claridad, y prefiere imaginarse al hombre que ahora tiene al lado, medio encogido, situado delante de ella y diciéndole que la quiere volver a ver. Es una situación mucho más agradable y una imagen mucho más digna del fornido de gimnasio que debería ser su escudo protector. Porque lo único que hace es levantar las manos y temblar, así como balbucir una respuesta que, a juzgar por la reacción del hombre tras la navaja, debe haber sido patética y muy alejada de lo que él querría.
La pequeña escena la saca de su imaginación. A su acompañante solo le falta mearse encima. Y diría que se ha colocado de forma que ahora es ella quien lo protege a él con su cuerpo de menor tamaño y fuerza. Quiere creer que no hay intencionalidad, que es todo fruto de la sorpresa y el nerviosismo, pero le resulta imposible. Así que se da cuenta de que, si pretende salir de esta situación de una pieza, lo tiene que hacer sola.
Consigue apartar la vista de la punta de la navaja para observar al hombre que la sujeta por el mango. Se percata entonces de que la mano le tiembla. Tiene gotas de sudor frío en la frente, el pelo apelmazado, sucio y grasiento, y parpadea a la velocidad del rayo y con poca coordinación entre ambos ojos. Viste una camiseta roñosa con varios desgarrones y unos pantalones que necesitan la ayuda urgente de un cinturón. Una de dos: o es un gran actor tratando de crear una imagen falsa o quiere su dinero para drogas y alcohol. Es obvio que es la segunda, el hombre no puede controlar algunas de las muecas de su cara. Lo que lo hace más peligroso: no le importa lo que les ocurra a sus pobres víctimas, él solo quiere regresar al estado de excitación que le proporcionan sus estupefacientes. Lo que a ella le hace llegar a otra conclusión: de qué sirve no ir sola si a esta gente le da igual. Aunque, a decir verdad, viendo la pobre actuación de su acompañante, es como si estuviera sola.
Tomándolo todo en consideración, decide al momento que lo mejor es cumplir con lo que pide. La decisión, en el fondo, es bastante sencilla: nadie quiere perder dinero o unas tarjetas y documentos de identificación que cuesta horrores reemplazar con tanta burocracia, pero es mejor que perder la vida sola en una calle cualquiera.
Se dispone a entregarle el dinero cuando una sombra aparece por la esquina arrasando todo a su paso. Le cuesta unos segundos identificar al hombre que ha acudido en su ayuda. Sus movimientos son rápidos y salvajes. Insistentes. Precisos. Golpea al interrumpido ladrón en el costado una y otra vez hasta que este deja caer la navaja al suelo. El sonido que genera sobre el asfalto viene acompañado poco después por el impacto de su propietario al desplomarse tras un último golpe recibido en el cuello.
Parece en parte una escena de película; le avergüenza admitir que siente cierta emoción y que no le importaría cambiar a un hombre por el otro. Su salvador observa al ladrón durante unos segundos. Este apenas se mueve, emitiendo quejas continuas a poco volumen, unos sollozos aguados demasiado extraños. Al fin, convencido de su victoria, el inesperado salvador da media vuelta para que ella pueda agradecérselo. Pero se lo piensa dos veces.
El hombre no dice nada. Permanece de pie, los brazos a los lados, respirando con intensidad. La sudadera con capucha que lleva oscurece aún más su rostro en la noche. Les ha salvado, sí, pero hay algo que a ella no le gusta nada. No sabría decir el qué, es más una sensación que algo tangible. Pero está ahí, bien presente, avisándole de que el peligro persiste. Quizá, piensa, el hombre quiere obtener el botín que se iba a llevar el otro. Nada de eso de honor entre ladrones, aquí se lo lleva todo el más fuerte y listo.
El hombre da dos pasos hacia ellos, conservando el mismo silencio. No sabe por qué, pero en este momento se fija en el caído. En que ya no se mueve, en que ya no protesta. En que algo empieza a extenderse por el suelo.
La vista se le desvía hacia la mano que ha realizado todos los golpeos sobre el primer ladrón. No es una navaja lo que emite un ligero brillo al reflejar la luz de la farola que a cada segundo que pasa parece más lejana, es algo mucho peor. Porque nadie sale de casa con un bisturí si no pretende utilizarlo.
La vista se le desvía por último a los ojos de quien no es su salvador. Mira en la profundidad oscura y no ve nada. Solo en el último momento percibe los rasgos de su rostro, y la extraña cualidad de su piel que hace que parezca que esté suelta, separada de la carne. El terror la inunda. La paraliza. Le impide defenderse, correr, escapar, gritar. El hombre lo sabe y se toma su tiempo. Unos segundos que duran horas.
Hasta que decide realizarle una rápida caricia en el cuello.
Ella no siente dolor. ¿Quién lo siente cuando le acarician? Solo nota un picor que se acrecienta cuando su mano cubre la zona acariciada. El dolor viene después, cuando comprende lo que acaba de suceder y nota el calor húmedo en su mano.
El dolor de su acompañante, en cambio, empieza mucho antes de que el falso salvador lo toque. Empieza con la visión de la sangre surgiendo del cuello de la mujer con la que iba a pasar la noche. Aumenta con la certeza de que él es el siguiente. Y alcanza cotas inimaginables cuando el bisturí decide dejar las caricias para otro momento y prefiere realizar tareas de inspección a través de su cuello.
Ella lo ve todo ya desde el suelo. Sus piernas han perdido toda su fuerza, cediéndosela a las manos que intentan contener el líquido escarlata en su lugar. Ve a su acompañante seguir su consejo y buscar apoyo en la acera. Lo ve intentar pedir ayuda con unas cuerdas vocales destrozadas. Lo ve morir antes que ella, desangrándose al impedirle su agresor que cubra las varias vías de salida que le ha practicado. Ve su vida esfumarse y le aterra pensar que ella tiene el siguiente número de la cola.
Pero antes de que le llegue su turno, el destino le tiene preparada una última imagen desagradable para llevarse a la tumba: el bisturí cortando la cara de su antiguo acompañante.
—No te pertenece. No puedes ser él. —Oye que dice mientras trabaja.
Quizá debería haber hecho más caso de los consejos de su madre para evitar los callejones por la noche.
Sin comentarios