
12 Jul Los 300 días de Dunber. Capítulo 1
1
Luces en el cielo
Día 1
El cielo bullía de escarlata al reflejar la sangre que bañaba las tierras que un día estuvieron cubiertas de extensos viñedos. Ahora eran imposibles de diferenciar en un escenario monótono y devastado. El barro, más rojizo que nunca, empapado tras fundirse durante la noche y las primeras horas del día la fina capa de nieve que lo cubría, formaba su propio paisaje sin estructura, iniciaba caminos y los cortaba antes de llegar a su destino, pero por encima de todo igualaba la superficie para todos los presentes, negándose a mostrar preferencia por nadie. Quien quisiera atravesar el campo del caos que separaba a los ejércitos de Fradenia y Gersia, se tendría que enfrentar a su resistencia mientras trataba de evitar los proyectiles que se precipitaban como gotas explosivas de lluvia. Pocos se atrevían ya a hacerlo al haber alcanzado la contienda el siempre extraño a la vez que esperado punto muerto en esa zona de frontera entre ambas naciones, donde nadie iniciaba una ofensiva de ataque pero todos se esmeraban en defenderla como si en lugar de barro estuviera compuesta de oro, malgastando cuantas piezas de artillería y munición hicieran falta, negándose a ceder un solo centímetro de terreno.
El barro se colaba también por invitación propia en los pasillos de trincheras que se habían construido sobre la marcha a uno y otro lado, casi siempre siendo los propios soldados los que se encargaban de transportarlo desde el campo de batalla, adherido a sus ropajes y a sus botas. Segundo tras segundo se agregaban nuevas partículas de la húmeda sustancia para generar una capa sobre otra que no hallaba el tiempo necesario para secarse al enfrentarse a las constantes nevadas y a la elevada humedad de la noche. Los soldados caminaban sobre el barro, comían sobre el barro, dormían sobre el barro y hablaban de cuánto odiaban el barro. Su historia no se podía relatar sin darle un papel protagonista al barro. No era difícil encontrar a alguien que lo denominara, a voz en grito y con rabia acumulada segundo tras segundo, como lo peor de la guerra y el objeto de todas sus maldiciones, por encima incluso de los gigantes metálicos que actuaban en diferentes frentes y arrasaban las vidas de los soldados sin contemplaciones.
En una línea de trinchera cualquiera del lado sur, en el lado controlado por Fradenia, un soldado cualquiera prefería no pensar en el barro que mojaba su trasero y su espalda. Lo odiaba, como todos, pero no estaba seguro de considerarlo lo peor. Había cosas demasiado horribles como para darle tanta importancia a la tierra mojada, por muy incómoda que fuera. En su lista de cosas que más odiaba, por encima del barro, aunque no sabría decir en qué posición, estaba el ruido constante de explosiones y disparos, de aviones sobrevolando la zona, de alarmas de aviso, de gritos y de órdenes gritadas. El ruido que se aferraba con garras al cerebro y se negaba a soltarse. El ruido que apenas le había permitido dormir en toda la noche, y la noche anterior y la anterior a esa, sin haberse movido del mismo lugar, del mismo punto de la trinchera que empezaba a convertirse en un hogar sin vida del que quería escapar cuanto antes.
Se llamaba Benjamin Harman, Ben para sus amigos, o para sus compañeros aún vivos que no habían sucumbido a la locura. Pertenecía a la quinta compañía del segundo batallón del cuarto regimiento del tercer ejército de Fradenia, nombrada por el común de los soldados que la componían, tan amigos de los apodos, como la compañía Dientes de sable; Ben tenía un vago recuerdo de la motivación tras ese nombre, surgido de la mente de un compañero ya muerto con amor por los animales o algo parecido. Los números, en cambio, los tenía grabados a fuego en su cabeza de las veces que los había repetido a todos los superiores que se los demandaban día tras día sin que le encontrara sentido a tanta petición, ya que en la mayoría de los casos era ahí donde acababa la conversación y no le seguía una orden o una reprimenda o un insulto; estaba seguro de que a nadie más en esa guerra le habían preguntado en tantas ocasiones a qué compañía pertenecía.
Sospechaba que la explicación a tal hecho se debía al origen gersiano de su apellido, el cual levantaba unas cuantas sospechas y cejas. Su cabello rubio y sus ojos azules también sumaban. Pero no era nada extraño. Había nacido en un humilde pisito de la ciudad de Dunber, a unos cien kilómetros al este de donde se hallaba, un lugar que a lo largo de la historia había ido cambiando de manos entre una y otra nación como una pelota, en ocasiones de forma amistosa, cuando el gobernante de turno cedía el terreno por necesidad o como pago, pero casi siempre tras un baño de sangre sin sentido, como tantos otros, si bien del último, en el que Fradenia resultó vencedora, había transcurrido más de un siglo. Su historia cambiante provocó que la región se convirtiera en un símbolo de fuerza y resistencia, adueñándose de ambas culturas y mezclándolas para generar la suya propia, lo que era más obvio en el aspecto de sus habitantes, sin un tipo básico. En el sur de Fradenia, su aspecto y su nombre le habrían hecho destacar y levantar miradas de suspicacia como algunas de las que había soportado desde que empezó la guerra; en Dunber, en cambio, era uno más sin nada especial a destacar. Aunque tenía que reconocer que fue curioso que a nadie le importara ni lo uno ni lo otro cuando lo obligaron a alistarse. Fue suficiente con que fuera fradés, joven y conservara todas sus extremidades intactas. Si conservaba la mente intacta, sin embargo, era irrelevante; un loco también podía serles útil si sabían cómo utilizarlo.
Sacó una barrita de cereales apelmazada que guardaba en un bolsillo de su uniforme verde horrendo con trazas de marrón embarrado. Rajó el plástico del envoltorio de cualquier manera y le dio un bocado; detestaba su sabor, se prometió no volver a comer ni una más cuando acabara la guerra, pero no despreciaba la energía que le aportaba; solo un necio lo haría. Apoyó la cabeza en la pared de la trinchera, tan húmeda como el suelo, guiando la mirada al cielo. La imagen que observó fue la misma de siempre; la repetición era otro aspecto que odiaba. Ya hacía tiempo, quizá casi dos años, durante las primeras jornadas de la contienda, un soldado cuyo nombre no recordaba y que se suponía que atesoraba más experiencia que él le había explicado que la única forma que tendría de no desorientarse y de contemplar el paso del tiempo desde el interior de una trinchera sería levantando la cabeza. Aquel soldado murió a los pocos días desconociendo cuán equivocado estaba. Porque todo lo que Ben veía era siempre una nube de humo desde que lo habían asignado a ese frente. Ni el sol ni las estrellas hicieron acto de aparición en sus retinas una sola vez, como si no quisieran presenciar lo que ocurría bajo ellos. E incluso, en alguna ocasión, el humo se había vuelto tan denso y negro que le hizo dudar si era o no de noche. Con todo, el monótono humo era una agradecida variación del monótono barro.
Oyó un sordo rugido y sintió el suelo temblar con fuerza. Los soldados se inquietaron ante un nuevo bombardeo en el frente y se protegieron con sus cascos, pero, a diferencia de las escenas de histeria tan habituales de los primeros días, nadie varió su posición, nadie en las cercanías se asomó al campo de batalla; dichos elementos se habían convertido en costumbre en sus vidas. Ben, sin embargo, pensó que había algo distinto en ellos, como si los hubieran arrastrado desde otra guerra.
Luego oyó el gruñido de despertar de cada día que emitía su inseparable compañero Teddy y acabó por olvidarse del temblor que no cesaba, relegándolo a la misma importancia del ruido de fondo. Sin necesidad de compartir una palabra, porque ya habían gastado casi todas las conversaciones habidas y por haber, cortó con los dedos un trozo de la barrita de cereales y se lo dio.
Su verdadero nombre era Roland, pero todo el mundo le llamaba Teddy por alguna extraña razón que nunca quería explicar por otras razones que tampoco explicaba; nadie sabía cuál, aunque corrían varias teorías por la compañía, cada una más loca. Ben estaba convencido de que Teddy era la única persona del mundo capaz de dormirse durante un bombardeo, y así lo demostraba cada noche con sus ronquidos tras alcanzar el sueño en las posiciones más incómodas imaginables, despertando algo más que recelos en los que se encontraban en las proximidades. Tras su despertar y el primer quejido protocolario siempre protestaba por lo mal que había dormido y por cuánto le dolía el cuerpo, pero era de los pocos afortunados que podían quejarse de haber dormido. Era un tipo alegre que no se dejaba amilanar por la lucha, amante de la broma en los momentos más inoportunos, y aunque su cuerpo raquítico y su afición por dormir levantaban reticencias entre muchos de los miembros de la compañía, no había nadie que supiera sobrevivir en medio de una batalla tan bien como él. Por todo ello a Ben le gustaba tenerlo siempre cerca.
—Vienen fuerte y temprano los petarditos esta mañana —observó Teddy. Esa era otra de sus facetas, la capacidad de conocer la hora exacta aun sin ninguna referencia.
—Sí —se limitó a contestar Ben, mucho más parco en palabras que su amigo.
Teddy se levantó, se estiró haciendo crujir los huesos de varias partes del cuerpo, se alejó luego un metro y medio, dejando su rifle junto a Ben, a pesar de que el capitán Arbona, el hombre que dirigía la compañía, insistía en que no debían separarse nunca de sus armas, y alivió la vejiga contra la pared de la trinchera. Ben también odiaba que ya no le molestara la gente orinando y defecando a un paso de él. Odiaba que ya no le molestara el olor y lo considerara como algo de lo más normal. Odiaba muchas cosas, quizá demasiadas, pero en este caso era comprensible dado que el lujo de un baño limpio y privado parecía tan lejano como irreal.
Cuando Teddy se sentó de nuevo a su lado se les acercó la tercera pata del peculiar trío que formaban.
—Algo está pasando —les dijo Negra.
—Se llama guerra —dijo Teddy, señalando con un dedo hacia el bando contrario.
—En serio, venid conmigo.
Se levantaron a regañadientes y la siguieron; era muy temprano para ponerse en movimiento, en realidad en cualquier momento habrían dicho que no era el mejor para ponerse en movimiento, pero lo mejor era no hacerla enfadar. La mujer tenía un temperamento forjado a base de trabajar en el campo junto a sus seis hermanos, todos más altos, fuertes y grandes que ella, todos incapaces de enlazar tres frases sin meter alguna palabra malsonante en medio o escupir al suelo, pero todos sumisos ante las órdenes de su hermana pequeña, a quien tenían en un pedestal. Negra era el mote que Teddy y Ben le habían puesto de forma irónica por su oscura cabellera y, sobre todo, por su afición a pintarse en cada pómulo una raya negra para evitar los reflejos del sol, aunque a este no lo vieran en todo el día, en contraste con su nombre de pila, Blanca, así como con su tono pálido de piel.
—¿A dónde nos llevas? —preguntó Ben. En el fondo agradecía mover las piernas, tener la oportunidad de cambiar un lienzo de trinchera al barro por otro igual pero de diferente diseño—. ¿Tenemos órdenes nuevas?
—No, aún no. Pero hay algo que tenéis que ver —respondió Negra, sin detenerse ni un momento para dar explicaciones.
—¿Arriba?
—Sí.
Arriba era a lo alto de la pequeña colina en la que se habían establecido, adquiriendo con la altura una protección extra contra los disparos enemigos. Era un trayecto de poca pendiente y no demasiado largo, sin complicaciones a excepción de los soldados que lo ocupaban y no gastaban ni una pizca de energía en apartarse, pero los más de dos años de guerra, con su perenne incomodidad, su mala alimentación y su falta de descanso decente en un lecho aceptable, lo convertían en una escalada sin cuerda y sin apoyos. A ello además había que sumar la inestable superficie por la que andaban, hundiéndose a cada uno de sus pasos, y el temblor continuo que había aumentado su potencia.
—Más vale que esto merezca la pena… —comenzó a protestar Teddy. La frase fue apagándose a medida que alcanzaron la cima de la colina y obtuvieron una mejor visión del horizonte lejano—. ¿Qué es eso?
Al este, a decenas de kilómetros, una constelación de estrellas fugaces recorría el cielo. Un espectáculo de luz y fuegos artificiales, de explosiones en masa.
—Eso es Dunber —dijo Ben, contemplando el increíble bombardeo que se había desatado sobre la región de la que era capital su ciudad natal.
—¿Por qué atacan Dunber? —Teddy no ocultaba su desconcierto en el rostro.
—¿Por qué los cabrones de los gersianos hacen lo que hacen? —preguntó Negra, y luego se respondió a sí misma—. Quieren matarnos a todos. No busques más explicaciones.
Ben notó en sus hombros el contacto de las manos de sus dos amigos. Un pequeño apretón tratando de tranquilizarlo y compartir su dolor. Quiso agradecérselo pero se había quedado sin habla. Estaban atacando su hogar y él tampoco encontraba una explicación razonable más allá del intento de eliminar a la nación rival de la faz de la tierra, ya que, a pesar de ser fronteriza con Gersia, la región de Dunber apenas presentaba un valor estratégico convincente.
—No te preocupes —le dijo Teddy, dándole un suave golpe de ánimo en el hombro—. No podrán superar todas esas fortalezas que tenéis por ahí con esos escudos de energía.
—Eso espero… —susurró Ben, tratando de convencerse a sí mismo.
Se mantuvieron en el lugar como estatuas, acompañados de un buen número de soldados anónimos que tampoco podían apartar sus ojos del cielo del este. El silencio de voces recorría las trincheras ante otra jornada de locura. Pero sus oídos retumbaban con el horrible aullido de la guerra. Los gestos de preocupación se fueron contagiando de unos a otros, aunque también aparecieron algunos esporádicos de alivio al no estar allí; su situación en esa trinchera cualquiera parecía casi paradisíaca en comparación con lo que debían estar sufriendo en Dunber.
Pasaron unos minutos sin que el ataque cesara en su intensidad y su magnitud, unos minutos en los que Ben temió que no pudieran resistirlo y cedieran. Sin embargo, veía imposible que Fradenia entregara la región a sus enemigos y no defendiera un símbolo que para mucha gente era casi místico. La estrategia era irrelevante, se trataba de un tema de orgullo.
De pronto oyó un silbido inconfundible a su espalda.
—Harman, Teddy, Negra —les llamó Silbidos, apodo que no podía ser más obvio, mensajero no oficial de la compañía Dientes de sable, abriéndose paso entre los espectadores del ataque.
—¿Qué ocurre? —preguntó Negra sin dejar de mirar las luces lejanas, tan bellas como destructoras.
—Tenemos nuevas órdenes —miró a Ben, sabiendo lo que se le estaría pasando por la cabeza, y señaló al este con un gesto casi imperceptible—: nos vamos a Dunber.
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