Cristian C. Bellot | El camino a casa. Capítulo 1
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El camino a casa. Capítulo 1

CAPÍTULO 1

CUATRO

—39 de Herno, año 87 de la Coalición—

Kexoa, satélite del planeta Mouxim, en el sistema Oxaira.

Era un día de lo más apacible en las llanuras de Kexoa. El viento mecía con suavidad las hojas de los vaxes que cubrían los campos de un agradable color turquesa, y casi se los podía oír inhalar y exhalar el aire colmados de placer, absorbiendo el dulce aroma que el aire transportaba desde las verdes montañas de más al norte. Unos pájaros de nombre impronunciable (demasiadas letras que no deberían ir nunca juntas), con doble pico y alas finas y transparentes que movían a un ritmo endiablado, los sobrevolaban sin más intención que la de compartir la calma de la tarde. Los rayos del sol caldeaban el ambiente a una temperatura perfecta que les permitía adquirir un estado de absoluta relajación, atravesando un cielo que lucía apenas cuatro nubes mal contadas sin que llegaran a estropear la escena. Las flores turquesas de los vaxes se mantenían abiertas en forma de círculo, ocultando su superficie dentada, a la espera de la presencia de un insecto sobre el que cerrarse con toda su fuerza para convertirlo en nutrientes. A un ritmo irregular se oía cómo se cerraban uno detrás de otro, adquiriendo el alimento necesario para alargar su corta vida. Era un buen día. Un día tranquilo.

La clave estaba en el «era», porque nunca lo puede ser cuando se cruza en tu vida el capitán Henry Lewis Jacobs.

Los gritos de los propios vaxes, que nadie se había atrevido todavía a calificar como especie animal o ve­getal, ni siquiera Shele’d tras verlos en persona (muchos consideraban que se trataba de un híbrido), anunciaron su presencia. Jacobs atravesaba los campos turquesa a toda velocidad, sujetándose el inseparable sombrero con una mano, recibiendo las dentelladas de lo que unas horas antes había considerado como plantas inofensivas.

—¡Au! ¡Estas cosas tienen dientes! —gritaba durante su carrera, protestando sin descanso—. ¿Por qué todo tiene que tener dientes?

Se le enganchó uno en la pierna y se lo llevó de recuerdo al arrancarlo de raíz de la tierra, aunque cabía la posibilidad de que eso no fueran sus raíces. Los vaxes chillaban cuando lo sentían cercano, un sonido agudo que se convirtió en la extraña banda sonora que lo seguía en todo momento. Dedicó unos segundos a quitarse el invitado indeseado del brazo, lo que hizo que redujera su velocidad, permitiendo tanto a Hana como a Shele’d ade­lantarle. Mel, en cambio, adecuó su velocidad a la de Jacobs para mantenerse en la retaguardia, protegiéndolo.

—¿Por qué siempre tenemos que huir corriendo de todos los planetas? —preguntó Hana por encima del ruido de los chillidos, contorsionando su cuerpo sin reducir la velocidad para intentar evitar las dentelladas.

—Esta vez no ha sido por mi culpa —se defendió Jacobs después de protestar por otro bocado recibido—. Y esto técnicamente no es un planeta —añadió no supo ni por qué.

—Tú eres el factor común —dijo Shele’d.

No, esta vez no había sido culpa de Jacobs. Por una vez. En esta ocasión había sido un cúmulo de situaciones que él no había provocado de forma directa, aunque lo más seguro es que hubiera influido en algo de forma indirecta; su incidencia siempre se dejaba notar. Miró atrás por encima del hombro para comprobar el resultado de lo que estaba al noventa por ciento seguro que no había provocado. Quizá al ochenta. Y el rostro se le contrajo para recuperar el gesto de apremio con el que había iniciado la carrera.

Los mercenarios que los perseguían (nada nuevo) se encontraban a pocos metros de ellos, cincuenta quizá. Los más atrevidos les disparaban, muy pocos, y con nulo acierto; no se encontraban en la mejor situación para apuntar. Pero la mayoría se concentraba en su propia huida. Una huida que seguía la misma dirección que Jacobs y compañía, que recibía los mismos bocados y que, sin que sirviera de precedente, los unía en un mismo objetivo.

Kexoa podría haber sido un lugar idílico, paradisíaco, con sus playas de arena fina y agua cristalina, sus prados de un verde infinito, sus campos plagados de colores cálidos, sus cascadas y lagos apareciendo en gran número entre bellos parajes rocosos a los que se accedía tras recorrer caminos que eran una delicia para los sentidos… Si no fuera por la agresiva e inusual fauna que lo poblaba. El motivo que llevó a los eiven o a los zion o a los que fue­ran a trasladarse a este lugar debió ser de tal importancia que encontraron aceptable asumir el riesgo de intentar vivir aquí, donde nadie se atrevía a vivir. Peces capaces de tragarte de una pieza; crustáceos con pinzas que podrían partirte en dos sin esfuerzo; insectos del tamaño de una mano con aguijones casi tan largos como un brazo; y una cantidad enorme de especies de mamíferos, a cada cual más mortífera. Como los que perseguían a los mercena­rios que los perseguían a ellos.

Unas bestias de más de tres metros de altura y cinco de largo, duros como una roca revestida con hierro, con dos cabezas que se movían de forma autónoma la una de la otra y multitud de cuernos de diferentes tamaños y grosores surgiendo de ellas, todos de punta afilada. La única ventaja de su pesado tamaño era que no podían correr a gran velocidad. Pero su lentitud la compensaban con la distancia que recorrían a cada paso, por lo que seguían siendo más rápidas que el humano medio, como demostraba el mercenario muerto que cargaba una de las bestias empalado en un cuerno fino y largo, o el que acababan de arrollar y aplastar mientras Jacobs miraba hacia atrás. ¡Ah!, y tenían un número exagerado de dientes. Por supuesto que tenían dientes.

—Emer, ¿dónde estás? —la llamó Hana a través del intercomunicador adherido a su muñequera.

Un minuto —se oyó la voz de la piloto.

—¡Claro, tómate tu tiempo, tampoco estamos en una situación de vida o muerte! —protestó Shele’d.

La doctora namodiana señalaba al cielo, hacia el sol de Oxaira. Unas figuras se marcaban sobre la circunferencia del astro de luz, sombras en medio del fulgor, con las alas extendidas en un planeo suave. Jacobs maldijo para sí mismo al verlas, tras abrir mucho los ojos de espanto, y no maldijo en voz alta porque prefería mantener su respiración concentrada en la carrera. De pronto, las figuras voladoras pegaron las alas al cuerpo y descendieron en picado hacia la tierra. Hacia ellos.

Jacobs las reconoció de haberlas visto antes volando, cuando descendieron por primera vez a la superficie del satélite, si bien entonces no se prestaron atención unos a otros. Eran unas aves enormes, aunque no tanto como las bestias llenas de cuernos que los perseguían, sin pelo ni plumas excepto en las alas, y con un pico que le recordaba al de los pelicanos de la Tierra, en donde a él lo podrían meter entero. Su curiosidad le hizo preguntarse si estas aves le darían un uso similar; no tuvo tiempo de pensar en una respuesta, ya que una lo había fijado a él como objetivo.

Sacó su pistola y disparó. Falló, atravesando solo aire. No le sorprendió. ¿Por qué la llevaba? Nunca utilizaba armas de fuego, era un tirador pésimo, quizá uno de los peores que había visto y vería la historia, y ni el entrenamiento más exigente cambiaría eso, pero pensó que le sería útil en un lugar con peligros acechando cada pocos metros. Se equivocó. Porque volvió a disparar varias veces, reclamando una pequeña ayuda de la suerte que le había rescatado en más de una ocasión, y volvió a fallar varias veces.

Vio cómo se acercaba el ave a una velocidad vertiginosa, el pico como una lanza camino a clavarse en él. Sus grandes ojos negros parecían estar llenos de una locura ansiosa. En el último momento consiguió rodar en dia­gonal y levantarse sin perder la inercia de la carrera. El ave clavó el pico en la tierra, en apariencia tan duro como los cuernos de las bestias, y apoyó las patas en el suelo para recuperar la verticalidad y volver a coger impulso. Pero en ese instante apareció Mel para golpearla con su bastón, engancharla por el cuerpo con la punta y lanzar al animal hacia atrás, hacia las bestias. Una no tardó en atraparlo. Evitó que alzara el vuelo y comenzó a jugar con su nuevo amigo, entendiéndose jugar por aplastar, partir y desmembrar, a veces todo a la vez. Jacobs no supo si lo hacía para convertirla en su cena o por diversión; no iba a quedarse a comprobarlo, tenía asuntos más urgentes, como por ejemplo sobrevivir.

—¡Mel! —le llamó Jacobs. Le lanzó la pistola. El renth la atrapó al vuelo y empezó a disparar al cielo.

Seguía oyendo los gritos de los mercenarios a su espalda, unidos a los gritos de los vaxes, las pisadas de esas bestias, los chillidos de las aves, y ahora también a los disparos de Mel, pero ya había terminado con esa tontería de mirar atrás; solo le aportaba un miedo y una ansiedad crecientes. Solo miraba al cielo, para controlar el descenso de las aves y buscar la llegada de la lanzadera pilotada por Emer; era muy arriesgado para la Indiana aterrizar aquí, la movilidad de la lanzadera era mucho más útil.

Otra ave se lanzó en picado, ahora hacia Hana, la vería más apetitosa. Mel disparó y consiguió impactar en el ani­mal lo justo para que se desviara y se estrellara contra la tierra, levantando una nube de polvo y de vaxes que seguían mordiendo y gritando aun después de que los arran­caran. Una tercera ave imitó la estrategia de sus compañeras, con la esperanza de obtener un mejor resultado. Pero no era una estrategia que contara con todas las variables, como pudo comprobar Jacobs cuando la lanzadera apareció de la nada y la golpeó en mitad del descenso; ni siquiera la había oído llegar, tan concentrado como estaba en que no se lo comieran ni lo aplastaran.

Emer adelantó la lanzadera y aterrizó unos metros delante de ellos, sin apagar el motor, coordinando la aper­tura de la puerta lateral con su llegada. De hecho, ni siquiera llegó a aterrizar, no se posó en el suelo, sino que se quedó flotando unos centímetros por encima de la tie­rra. Hana fue la primera en entrar, seguida de cerca por Shele’d. Jacobs llegó el tercero y se lanzó de cabeza, en plancha; la entrada de sus compañeras no había tenido la suficiente épica que demandaba la situación, era lo único que explicaba su costalazo sin sentido. Mel disparó varias veces más al aire antes de entrar el último. La lanzadera se elevó aún con la puerta abierta, y ganó a tiempo la altura suficiente para evitar la embestida de las bestias de cuernos. Los mercenarios no corrieron la misma suerte, sino que los pocos que aún seguían con vida continuaron corriendo, en una huida a la que no se le veía un final feliz.

La lanzadera se alejó con su ascenso, en dirección de regreso a la nave, en órbita del satélite. Las aves se olvidaron de ellos al ver que no podían acceder al interior de la pequeña nave auxiliar y decidieron centrarse en las personas más accesibles, aunque tuvieran la competencia de otros animales más fuertes que ellas.

—¿La tenemos? —preguntó Emer cuando llegó la calma y estuvieron seguros de que había pasado el peligro.

Todos se sentaron en sus respectivos asientos, recuperando el aliento. Bueno, todos no, porque Mel nunca parecía estar cansado; ni siquiera sudaba. Jacobs, sin embargo, se sentó en el suelo, jadeando. Resopló, recogió el sombrero que se le había caído con su poco especta­cular acrobacia de entrada, y se lo colocó de nuevo en la cabeza tras darle unos golpes para quitarle el polvo acumulado. Se quitó la chaqueta para refrescarse y sacó un objeto del bolsillo interior: la cuarta pieza del Custodio. La levantó para que todos pudieran ver que, a pesar de todos los peligros a los que se habían enfrentado, habían cumplido su objetivo. Estaban un paso más cerca de completarlo.

—La tenemos —respondió.

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